Por fin ha llegado el momento de pasar la nochevieja como aspiré a hacerlo toda la vida: Cenando pronto y a la cama. Parece mentira que las aspiraciones más simples del ser humano, siempre sean las más costosas de conseguir, y de carambola. Algo llevamos dentro de esa mollera, que es insustancial, ilógico e irracional hasta el extremo. Esa mollera de la que nos vanagloriamos, en esa concepción antropocéntrica del mundo, de ser los únicos seres inteligentes del planeta. Y nos quedamos tan anchos tras decirlo. Ya en mi más tierna adolescencia (aunque parezcan términos incompatibles), me cabreaba la idea de tener que pasarlo bien la última noche del año, casi por obligación. Pero entonces, solo importaba salir. Llegué a esa etapa de la vida proveniente de una tradición familiar de grandes fiestas de fin de año: con toneladas de serpentina, globos y confeti; con una pata de jamón asado decorado con huevo hilado; ponche, champán, licores; espuertas de dulces; y música, mucha música y
El cine nos ha regalado no sólo historias, sino escenas memorables que son un culmen de arte en si mismas, con abstracción de la historia completa en la que se insertan. Cualquier aficionado, no es necesario ser cinéfilo, recordará entre esas cumbres, el primer cuarto de hora de la obra maestra “2001, Una odisea del espacio”, del genio Stanley Kubrick. En si misma, podría ser un cortometraje, cuya estética, cuya acción y cuya simbología nos llevan a ese universo, áspero y, a la vez, poético, para explicar algo que es brutal, pero que tiene la proyección cautivadora de la normalidad. Extraigo de esa escena [1] sólo la imagen proyectada, sin entretenerme demasiado -y de momento-, en su explicación simbólica profunda. Me quedo con el mono y el hueso (el mono y el palo). El mono con el arma. El mono con el arma, enfurecido. El mono con el arma enfurecido, golpeando con saña cualquier cosa que caiga a su alcance. ¿Qué es esto?, nos preguntábamos cuando veíamos esta genialidad cin