Un verano sin el canto de la cigarra, sin los gritos de niñas y niños jugando, o sin un helado cremoso que derretir en la boca acalorada, más que un verano, es una tristeza.
Por eso, agradezco a la vida que impida la muerte del "niño interior". Ese que todos llevamos dentro, aun sin saberlo, aun negándolo, y aun estando más proximos a la centena que a la unidad.
Ese niño interior, al que apelan, desde los malos libros de autoayuda, hasta los padres de la sicología moderna como Carl Jung. Ese niño que es nuestra esperanza cotidiana en un mundo mejor. Y, lo más importante, la esperanza real de que está en nuestra mano crear ese mundo mejor.
Agradezco al verano, a cada verano, el ruido y la algarabía de todas las niñas y niños de Torresol, que nos recuerdan que la vida es también ser felices jugando. Que parece que se nos olvida al crecer.
Agradezco a los padres y abuelos, la comprensión y la sonrisa cómplices de entender, que los niños del presente, son los mismos del pasado y los que serán en el futuro. Y la tolerancia, ha de ser igual con todos.
La verdadera libertad (no la de tomar cañas en una pandemia) consiste en esto: en trabajar por ser felices. Elegimos desde niños. Elegimos entre el juego y el aburrimiento. Elegimos entre la felicidad y la nada... Y esa es la única y verdadera libertad que tendremos en la vida. La libertad de elegir para ser felices.
Estoy convencido de que envejecemos en la medida en que dejamos de jugar; en la medida en que dejamos de elegir y nos dejamos arrastrar por la corriente; en la medida en que nos acostumbramos a pensar, que jugar es cosa de niños y la vida adulta es algo serio.
Envejecemos cuando olvidamos que las normas son una ayuda a la convivencia, pero no su sentido último. Y nos volvemos rígidos ante cualquier torsión de la vida, cuando la realidad, es que nuestra niña y nuestro niño interior, siguen siendo flexibles como el junto.
Esta pequeña maravilla de convivencia llamada Torresol, es y ha sido testigo del bullir de la vida de generaciones de niñas y niños felices. Que fluían jugando con pelotas, bicicletas y flotadores. Que olían a cesped recien cortado mientras corrían persiguiéndose, sin ser conscientes de ello. Que compartían helados y confidencias adolescentes, en los banquitos del jardín, mientras luchaban contra los mosquitos de la marjal. Que crecían felices, sin ser conscientes de que la felicidad, era eso.
Por eso, cuando estas noches no paro de ver niñas y niños felices, mi niño interior me zarandea, y me dice "espabila, que se te escapa el día sin sonreír..." Y me voy al congelador, saco un helado, sonrío, y miro por la ventana para ver a mis hijas, y sus amigas y amigos correr, reír y gritar de felicidad estival.
Ya sabemos que hay normas, que las sillas y mesas deben quedar ordenadas, que se debe respetar el descanso ajeno... Lo sabemos todo. Lo enseñamos. Lo transmitimos. Lo cincelamos en piedra si hace falta...
Pero el aprendizaje es un proceso que requiere flexibilidad.
Que se lo pregunten, si no, a los maestros y maestras. Los que, en escasos 20 días estarán nuevamente en la rutina del madrugón, los deberes y los exámenes de los alumnos, que hoy son solamente niños felices de vacaciones de verano.
En fin. Seamos flexibles, seamos tolerantes, seamos generosos con los niños que son presente, aunque solo sea por respeto y amor al niño que fuimos en el pasado (y que aun somos). Y, sobre todo, seamos felices.
Porque lo contrario no vale la pena. Y, por mucho que lo hayamos olvidado, la libertad de elección entre ser felices o no, sigue siendo nuestra.
¡Feliz verano niñas y niños!
¡Feliz verano vecinos todas!
Es precioso lo que escribes, el niño que yo llevo en mi interior se ha despertado con esta lectura. Rechacemos todo aquello que noss hace negativos y como tú dices seamos más niños, porque la vida sigue siendo muy bella. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias por compartir tu sentimiento y por tu deseo, Miguel. Un abrazo.
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