Encender la pequeña estufa de hierro colado era un ritual diario y necesario. En los días de invierno, y más en sus largas noches, era un gesto imprescindible para sobrevivir. No importaba el combustible, cualquier cosa que ardiera valía, aunque siempre solía haber bolas de coque –sulfurosas y tóxicas-, y excepcionalmente antracita –un carbón negro intenso, con brillo de diamante, que calienta como la boca del propio infierno-. Sé de lo que hablo, porque en aquellos años, aquello era tan duro, que era el propio infierno.
Madrugar, trabajar de noche, pasar noches en vela y en vilo, con todos los rigores de la intemperie, integrados en los huesos y en la médula, apenas era una circunstancia, era la vida misma día a día.
Encender la mínima estufa era necesario incluso para llenar parte del tiempo, tiempo al que te enfrentabas cada día como si fuese un combate, sin saber que era el tuyo, tu tiempo, creyendo que solo era el del trabajo, hasta comprender que todo era uno...
Cada día, cada noche, y las interminables tardes, toda la tierra que habitan los hombres que vomitó la Revolución Industrial se llenaba de especímenes uniformados como guerreros, que se afanaban en que aquellas portentosas máquinas hicieran su labor. Aquellas maravillas de la técnica no sólo eran eso, también representaban la fuerza, la potencia, la revolución, el movimiento, la libertad y la transformación, como una suerte de encarnación del primer enunciado de la termodinámica.
Pero a pesar de esa potencia, hasta entonces desconocida...
Encender la minúscula estufa era absolutamente necesario para mantener una llama que nos protegiera mientras ellas hacían su trabajo; incluso mientras se preparaban para hacerlo; y hasta después, cuando, en reposo, eran mantenidas por aquellos hombres, hechos de hierro, honradez y auténtica austeridad, que las trataban con el mimo que se trata a un ser querido.
La herramienta más liviana que aquellos hombres empleaban, nunca pesaban menos de muchos kilos. Habitualmente había que acarrearlas arriba y abajo, por trochas, sendas y toda suerte de caminos. Bajo el frío del sol; bajo el calor de la nieve; bajo la helada lluvia o la calidez del rocío... Por terrenos irregulares, sinuosos, oscuros o vertiginosos. A veces espantosos como boca de lobo. Pero eran hombres de acero y honradez; con la fuerza colosal de los titanes y el espíritu honrado y austero de la gente decente.
Encender la estufa mínima sigue siendo necesario incluso hoy, ahora, en este preciso instante. Aunque ahora no ardan ni el coque sulfuroso, ni la antracita diamantina. Aunque ahora se encienda la potencia eléctrica. Y aunque ya sean más las máquinas que los hombres. Los pocos hombres que quedan haciendo ese trabajo arduo, durísimo, en cualquier condición y circunstancia por adversa que sea, los 365 días del año, incluidas la Navidad, el Año Nuevo y cualquier festividad; siempre van a necesitar ese calor del que depende la vida.
Nadie que no lo haya vivido lo podrá entender.
Mientras eso sucede cada día, cada tarde y cada noche, para que todo funcione con normalidad; hay una fuerza antagónica, oscura y burócrata, que ni conoce ni nunca trató con esas máquinas, que quiere apagar esa llama de la mínima estufa, que no conoce apenas a los hombres de acero y honradez, a los que siente que no controla totalmente y por ello teme.
En ese combate que libra el mundo cada día, desde que el vapor comenzara su transformación -encendiendo una estufa por minúscula que sea-, los hombres honrados del acero, llamados Ferroviarios, nunca han cejado en el empeño, -y seguramente no lo harán-. El empeño de conseguir que cada tren, cada día, hasta en las circunstancias más adversas, llegue a su destino, atravesando miles de kilómetros de acero y balasto, tratados al milímetro, con el mimo del trabajo profesional y bien hecho, y la sufrida dosis de la abnegación.
Los otros, los del lado oscuro, ni siquiera merecen un mal comentario: ni siquiera merecen cita en este momento de contar la verdad, de hacer justicia y ensalzar la labor de los ferroviarios austeros, honrados y de acero.
Gracias ferroviarios. Muy especialmente gracias a los ferroviarios del mantenimiento, a los ferroviarios brigadistas que jamás os achantáis ante nada ni nadie. Gracias por hacer que todo parezca sencillo y cómodo para el viajero que desconoce cuánto sacrificio, de tantas generaciones, de ferroviarios de acero, hicieron falta hasta llegar al glamour de los trenes de alta velocidad. Ayer, hoy y siempre. Sean las fechas que sean, y haga la temperatura que haga. Incluido el tiempo de Navidad…
Gracias Amigos. Gracias Hermanos.
¡Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo de Acero!
En un Ave entre Valencia y Madrid, el 26 de diciembre de 2013
Graciad a ti, Rafa! Por ser tan generoso en compartir las piruetas que haces con el lenguaje para trasmitir tus mensajes conctanta belleza. Un abrazo fortísimo. Ana
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