Sonaba “I was born under a wandering star” mientras aquel niño lavaba incansable las arenas de aquel río que prometían un Dorado Imposible.
Aquel niño se afanaba sin comprender que el agua crea un vórtice al mover la batea y lo hace siempre. En el norte gira de izquierda a derecha, en el sur justo al revés, pero siempre, inexorablemente, toda el agua se precipita finalmente en el mismo borde del vórtice.
La fiebre del oro nunca se pasó del todo al ser humano. El oro fue adquiriendo formas diversas, como si la impotencia de los alquimistas nos abocara a buscar el metal sí o sí; y si no lo había, también; y si no, los sustitutos, los sucedáneos, los primos cercanos… El caso es que nunca paramos de batear.
Y aquel chaval, desconocido para todos, no iba a ser la excepción. Bueno, tal vez sí, pero él no lo sabía. Buscaba y buscaba con una sonrisa impropia de esa sociedad de tramperos, buscadores, tahúres, y estafadores de toda laya...
Un día especialmente frío y duro, en que ni los tipos más duros aguantaban una hora con la batea entre las manos agarrotadas, apareció en el poblado un tipo a caballo. Agotado. Zarrapastroso. Lento. Bondadoso. Grandote.
Apareció.
No he dicho que llegara. He dicho que apareció. Realmente nadie lo tuvo nunca claro. Aun hoy, mucho tiempo después, en las tardes de invierno duro, cuando la gente se refugia en casa o en la cantina, el principal asunto a discutir es “si el forastero llegó o apareció”.
Lo cierto es que dejó una huella indeleble. Y eso que la gente, la mayoría al menos, no fue capaz de entender su relato y sus consejos. Pero aún así, impresionaba tanto su porte y sus palabras, que todo el mundo quería estar cerca cuando comenzaba a afilar sus palabras, y a afinar la voz que las decía.
El chaval de la batea, en cambio, no paraba de buscar sus pepitas. El forastero iniciaba su peroración y la gente que lo rodeaba cerraba el círculo para no perder detalle. Y nuestro buscador insaciable seguía a su faena, con el oído aguzado para no perder ripio del relato; pero sin parar de lavar el fondo del río, como si se hubiera propuesto lavar toda la eternidad arenosa arrastrada desde las montañas.
El forastero era un errante que había sido expulsado de su país acusado de culto. Al parecer durante años fue maestro. Luego pasó a escribir libros y a investigar por qué pasaban las cosas. Todo iba razonablemente bien hasta que empezó a haber otros que lo imitaron. Y esos otros pasaron a ser muchos. Un día fue detenido, juzgado y condenado. Tuvo suerte. Le conmutaron la pena de muerte por la de destierro eterno.
Los seguidores, ante la perspectiva del maestro y la oferta de retractación que hizo el gobierno, no tuvieron mucho donde elegir… La mayoría dejo de leer, escribir e investigar, y volvieron a los quehaceres autorizados: el futbol (aun llamado futebol), las tertulias, las fiestas bárbaras, los banquetes y algunas molicies inconfesables.
Algunos errantes se unieron al maestro en el peregrinar inicial, pero poco a poco se fueron disgregando conscientes de que cada uno tenía su propio destino.
El chaval de la batea, sólo el día que escuchó aquel relato -un relato concreto que parecía la propia vida-, quedó como tocado, abrazado por aquellas palabras de extraña promisión; sólo entonces abandonó su río y se convirtió en otro errante montaraz en busca de cultura y civilización.
Y vagó, viajó, peregrinó durante años hasta conseguir su objetivo. Se hizo culto. Y civilizado.
Creció en el mundo del saber, de la luz y la libertad. Y se convirtió en un hombretón extrañamente parecido al forastero errante que años atrás había llegado a su poblado para arrancarle del sueño del oro mediante la fuerza de las palabras, y regalarle el paraíso de la sabiduría.
Ahora era él quien llegaba a su propio poblado cuando sonaba “I was born under a wandering star”
Bueno llegó, o apareció… Nadie, ni él mismo, estaban en condiciones de saberlo a ciencia cierta.
El caso es que gran parte de los lugareños se agolparon a su alrededor como pasara tantos años atrás. Y el comenzó un relato lleno de amor y esperanza que decía: “Ciudadanos, amigos, la cultura ha conquistado gran parte de la Tierra habitada por los hombres. Yo mismo vengo de allí. Una gran nube de sabiduría y libertad viene desde mediodía hacia septentrión barriendo la niebla ponzoñosa y burda que durante años tuvimos que respirar… Allí la gente ya no pelea, ni muere de hambre. Grandes sabios han conquistado absolutamente el arte de curar, y casi todos los ciudadanos el arte de no enfermar. La gente es libre de pensar y hablar realmente de todo, porque quienes generaban la violencia partidista para hacer negocios están siendo neutralizados. Algunos se rinden. Muchos se transforman cuando respiran sabiduría y libertad. A los recalcitrantes, se les aplica justicia verdadera…”
Hizo una pausa en su relato para sonreír con la boca y los ojos. Los alzó al cielo, con rostro satisfecho, y contemplo dos brillantes estrellas que anunciaban propósitos de felicidad.
Una lluvia fresca y limpia comenzó a empapar las cabezas de todos con palabras sabias de justicia y libertad.
Y todos comprendieron que poco sentido tenía el miedo con que habían vivido toda su vida.
Y fueron felices (bueno, eso los que lo necesitaban)
Otros simplemente fueron sabios, justos y libres…
Aquel niño se afanaba sin comprender que el agua crea un vórtice al mover la batea y lo hace siempre. En el norte gira de izquierda a derecha, en el sur justo al revés, pero siempre, inexorablemente, toda el agua se precipita finalmente en el mismo borde del vórtice.
La fiebre del oro nunca se pasó del todo al ser humano. El oro fue adquiriendo formas diversas, como si la impotencia de los alquimistas nos abocara a buscar el metal sí o sí; y si no lo había, también; y si no, los sustitutos, los sucedáneos, los primos cercanos… El caso es que nunca paramos de batear.
Y aquel chaval, desconocido para todos, no iba a ser la excepción. Bueno, tal vez sí, pero él no lo sabía. Buscaba y buscaba con una sonrisa impropia de esa sociedad de tramperos, buscadores, tahúres, y estafadores de toda laya...
Un día especialmente frío y duro, en que ni los tipos más duros aguantaban una hora con la batea entre las manos agarrotadas, apareció en el poblado un tipo a caballo. Agotado. Zarrapastroso. Lento. Bondadoso. Grandote.
Apareció.
No he dicho que llegara. He dicho que apareció. Realmente nadie lo tuvo nunca claro. Aun hoy, mucho tiempo después, en las tardes de invierno duro, cuando la gente se refugia en casa o en la cantina, el principal asunto a discutir es “si el forastero llegó o apareció”.
Lo cierto es que dejó una huella indeleble. Y eso que la gente, la mayoría al menos, no fue capaz de entender su relato y sus consejos. Pero aún así, impresionaba tanto su porte y sus palabras, que todo el mundo quería estar cerca cuando comenzaba a afilar sus palabras, y a afinar la voz que las decía.
El chaval de la batea, en cambio, no paraba de buscar sus pepitas. El forastero iniciaba su peroración y la gente que lo rodeaba cerraba el círculo para no perder detalle. Y nuestro buscador insaciable seguía a su faena, con el oído aguzado para no perder ripio del relato; pero sin parar de lavar el fondo del río, como si se hubiera propuesto lavar toda la eternidad arenosa arrastrada desde las montañas.
El forastero era un errante que había sido expulsado de su país acusado de culto. Al parecer durante años fue maestro. Luego pasó a escribir libros y a investigar por qué pasaban las cosas. Todo iba razonablemente bien hasta que empezó a haber otros que lo imitaron. Y esos otros pasaron a ser muchos. Un día fue detenido, juzgado y condenado. Tuvo suerte. Le conmutaron la pena de muerte por la de destierro eterno.
Los seguidores, ante la perspectiva del maestro y la oferta de retractación que hizo el gobierno, no tuvieron mucho donde elegir… La mayoría dejo de leer, escribir e investigar, y volvieron a los quehaceres autorizados: el futbol (aun llamado futebol), las tertulias, las fiestas bárbaras, los banquetes y algunas molicies inconfesables.
Algunos errantes se unieron al maestro en el peregrinar inicial, pero poco a poco se fueron disgregando conscientes de que cada uno tenía su propio destino.
El chaval de la batea, sólo el día que escuchó aquel relato -un relato concreto que parecía la propia vida-, quedó como tocado, abrazado por aquellas palabras de extraña promisión; sólo entonces abandonó su río y se convirtió en otro errante montaraz en busca de cultura y civilización.
Y vagó, viajó, peregrinó durante años hasta conseguir su objetivo. Se hizo culto. Y civilizado.
Creció en el mundo del saber, de la luz y la libertad. Y se convirtió en un hombretón extrañamente parecido al forastero errante que años atrás había llegado a su poblado para arrancarle del sueño del oro mediante la fuerza de las palabras, y regalarle el paraíso de la sabiduría.
Ahora era él quien llegaba a su propio poblado cuando sonaba “I was born under a wandering star”
Bueno llegó, o apareció… Nadie, ni él mismo, estaban en condiciones de saberlo a ciencia cierta.
El caso es que gran parte de los lugareños se agolparon a su alrededor como pasara tantos años atrás. Y el comenzó un relato lleno de amor y esperanza que decía: “Ciudadanos, amigos, la cultura ha conquistado gran parte de la Tierra habitada por los hombres. Yo mismo vengo de allí. Una gran nube de sabiduría y libertad viene desde mediodía hacia septentrión barriendo la niebla ponzoñosa y burda que durante años tuvimos que respirar… Allí la gente ya no pelea, ni muere de hambre. Grandes sabios han conquistado absolutamente el arte de curar, y casi todos los ciudadanos el arte de no enfermar. La gente es libre de pensar y hablar realmente de todo, porque quienes generaban la violencia partidista para hacer negocios están siendo neutralizados. Algunos se rinden. Muchos se transforman cuando respiran sabiduría y libertad. A los recalcitrantes, se les aplica justicia verdadera…”
Hizo una pausa en su relato para sonreír con la boca y los ojos. Los alzó al cielo, con rostro satisfecho, y contemplo dos brillantes estrellas que anunciaban propósitos de felicidad.
Una lluvia fresca y limpia comenzó a empapar las cabezas de todos con palabras sabias de justicia y libertad.
Y todos comprendieron que poco sentido tenía el miedo con que habían vivido toda su vida.
Y fueron felices (bueno, eso los que lo necesitaban)
Otros simplemente fueron sabios, justos y libres…
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