Los veo desde hace tiempo.
Existen desde tiempos ancestrales. Representan una forma de horror cotidiano y casi
consuetudinario, que
no hacen que sea menos horroroso, sino,
simplemente invisible.
El horror cotidiano está lleno de
desventajas para quienes lo padecen. La principal es su escasa visibilidad para
una sociedad atribulada, donde cada cual ya tiene bastante con sus propias
preocupaciones, y unos medios de comunicación que –salvo honrosas excepciones-,
andan más en el amarillismo del titular, que en el afloramiento de las causas
profundas de los males.
Esos infiernos cotidianos son
muchos. Demasiados. La violencia doméstica. Los delitos de odio: aporofobia, homofobia, xenofobia… Las
múltiples formas de acoso real que pueden darse donde hay jerarquía y relación
de poder…
Pero hoy quiero hablar de otro
horror. Hoy hablaré de la esclavitud agraria del SXXI en Valencia. Y hablaré de
esa porque la conozco y la veo cada mañana, cuando voy a coger el tren que me
lleva al trabajo. Y paso junto a ellos, hombres, mayoritariamente negros,
aunque los hay de casi todas las razas. Se agrupan junto a las bocas del metro
de Jesús[1],
aunque los he visto también frente a la Pantera Rosa y otros puntos de la
ciudad. Hombres que esperan la llegada de la furgoneta que los recogerá para
llevarlos al campo de turno, a la fruta de temporada de turno, para recogerla a
cambio de un salario de miseria y sin ningún derecho social.
Una escena cotidiana. Demasiado
parecida a aquellas de la España de caciques que hemos visto tantas veces,
donde un capataz llegaba a la plaza del pueblo para escoger a los
“privilegiados” que ese día van a trabajar, agradeciendo unas condiciones de
miseria absoluta, porque negarse implica menos que la miseria, porque negarse
implica la nada.
Hubo un tiempo en que era joven e
ingenuo, y creí que esas escenas ya sólo formaban parte de la iconografía
cinematográfica de Elia Kazan. O de las películas de frontera. O de las
películas del colonialismo. O del magistral cine español que relata a menudo
esa barbarie que es la relación de poder del cacique con “su” pueblo. Porque el
cacique –y ese es el quid-, considera
a las personas de su propiedad; al considerarlas así, las cosifica; y así, al
ser cosas, ya no necesitan de derechos, ni casi salario.
El proceso es tan real y actual
que, entre las prioridades de actuación de la Inspección de Trabajo del año
2015 en Valencia, estaba perseguir el fraude a la contratación en la recogida
de naranja y mandarina. Lo escuché en una Jornada, dirigida a profesionales de
los RRHH, y abogados laboralistas, de boca del Jefe de la citada Inspección, el
cual relataba amargamente las intolerables condiciones de esclavitud que
estaban encontrando en sus actuaciones.
En el año 2010, cuando trabajaba
como voluntario en el “Programa de calle de la Fundación Rais”, hacíamos una
ruta visitando a personas que viven en la calle, y renuncian –da manera más o
menos razonada-, al acogimiento en albergue. Por distintos motivos. Personas de
muy distintos perfiles. De entre todas las personas que conocí, aun retumban en
mis oídos las palabras incoherentes, y los ojos de tristeza y horror de Roman.
Un hombre rumano (por tanto titular de los derechos de cualquier ciudadano de
la UE), con problemas mentales y adictivos, que trabajaba de sol a sol,
recogiendo mandarinas por 5 euros al día. Las mismas mandarinas que cualquiera
de nosotros podía comprar en cualquier establecimiento de la ciudad.
Cuando trabajé en el “programa de
inmigrantes”, entre 2011 y 2012, la mayoría de ellos subsaharianos y sin
papeles, el relato de cuando trabajaban era muy parecido al de esas escenas y
esos salarios.
“Las cartas de Alou”, “La piel
quemada”… Relatos de un tiempo pasado que he visto de nuevo recientemente, para
entristecerme porque se cumpla esa ley de Murphy, según la cual lo que es
susceptible de empeorar, empeorará.
Conocí a los negros del Maresme, que
trabajaban en el clavel, cuando trabajé por aquellas tierras a finales de los
80. Conviví con un marroquí, que “asilamos” en el Paso a Nivel donde trabajaba,
mediados los 90, porque el hombre había sufrido 2 robos del dinero que ahorraba
dificultosamente para viajar a Canadá…
Son tantas las anécdotas brutales
que podría contar…
Como, seguramente cualquiera de nosotros.
En cualquier parte de España. De Europa. Del mundo…
A veces, al comer una mandarina,
se me atraganta porque veo la mirada perdida y enferma de Roman, tirado sobre
sus cartones en el jardín de la vieja Facultad de Derecho donde estudié la
carrera, implorando una queja desesperada, donde martilleaba el alma la frase “cinco
euros por día”, “cinco euros por día”…
A veces me siento cómplice, al
menos por mantener el silencio, acerca de aquellos empresarios, propietarios,
poderosos, que esclavizan a personas, que miran para otro lado, que pudiendo
hacer algo por remediarlo no lo hacen, que incluso lo niegan, que incluso
afirman que las leyes de la oferta y la demanda en un mercado libre, ajustan
los costes con los salarios.
El horror vive en el piso de al
lado. En tu propia calle. En el programa económico de algunos partidos
políticos a los que votan personas supuestamente honradas y temerosas de Dios.
En algunas de esas personas que poseen coches de alta gama, mansiones de lujo y
cuentas en paraísos fiscales; y administran sociedades (p.e fruteras), sin
haber mirado nunca a los ojos a un tal Roman; y comen con deleite las dulces
mandarinas que el tal Roman cogió del árbol.
Ojalá, quienes lean estas líneas,
cuando vayan a votar esta vez, se acuerden de los derechos y la locura de Roman
antes de escoger su voto.
[1]
Sigo llamando “Jesús” a la estación que ahora se llama “Joaquín Sorolla-Jesús”
(por su proximidad a la estación del AVE), que es la estación donde se produjo
la catástrofe ferroviaria que acabó con 43 muertos. El PP, tan dado a
estrategias de ocultación, pensó que cambiarle el nombre a la estación era una
herramienta más para ocultar sus responsabilidades en el accidente…
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