El trazo de su caligrafía inglesa -del colegio de La Salle
de Melilla-, en una receta de polvorones, en un cuaderno ennegrecido por los
humos del obrador y el paso del tiempo es, sin duda, el triunfo de la vida. La
energía de esa mano, que un día trazaba palabras, anudaba frases, y bordaba una
idea, en forma de receta para endulzar la vida de las personas: ese era... No, ese ES Papá.
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Las cosas inexorables sabemos que pasarán. Aun así, algunas queremos
evitarlas, a sabiendas de lo imposible. Cuando maduramos, admitimos que es una
lucha sin sentido, y comenzamos a practicar la estrategia de la conformidad. En
forma de fe religiosa o de razón científica (incluso en mezcla imposible),
trabajamos el “desapego”, la conformidad, la resignación…
Papá me enseñó algo mucho más grande que todo eso. Algo infinito. Algo
transformador: El poder de las manos y el poder de la ilusión. Con él, y su capacidad transformadora de la realidad -por muy mal que fuera el momento presente-, no había miedo para afrontar el futuro. Nunca.
A veces, no había nada (tres somieres, una mesa de playa, con
sus correspondientes cinco o seis sillas, y bombillas colgantes de sus cables
por toda luz…), pero lo había todo; había la levadura que estaba haciendo
crecer todo un proyecto vital. Teníamos un pie africano y otro hispano.
Veníamos de una casa tan grande que yo, en las confusiones de la niñez, veía
tanta gente entrar y salir, que nunca tenía muy claro quiénes eran mi familia,
y quiénes no… Años después lo entendí: Todos eran familia. Porque ya los
abuelos, cada uno en su mundo y cada uno con su vida interior,
trabajaban la misma idea: La unidad.
Y otras veces, había tanto…, que no lo veíamos. Inmersos en
el día a día, con el árbol que tapa al bosque, éramos inmensamente felices sin
saberlo. Con aquel obrador, bullente de vida y olores. Aquel obrador que tenía
vida propia y marcaba los ciclos estacionales como si fueran el sol y la luna
del universo familiar.
La Navidad era tostar harina y ajonjolí; amasar con anís o
vino dulce; trabajar pasta de boniato; las misteriosas cajas circulares con vistosas
anguilas pintadas de mil colores para guardas la casca de batata o de yema… Lo pienso y lo veo.
Tan inolvidables recuerdos, como inolvidable es nuestra propia
vida. Tan inolvidable porque Todo es Uno.
Y la Ilusión que Papá imprimía a todo, era capaz de tornar en
oportunidad a la adversidad. Por eso, no sólo sigue presente cada día, sino que
ahuyenta de mi vida cualquier atisbo de tristeza. A veces, como pasó ayer
mismo, se hizo presente en un sorprendente regalo. Un regalo que llegó en tren,
de mano de un ferroviario a otro, hasta llegar a las mías. Un regalo tan cuidadosamente
envuelto que hasta daba pena abrirlo. Un regalo tan valioso que nadie podría
imaginarlo hasta verlo. Un regalo salido de las manos que crean con amor, que extraen
con amor, que envuelven con amor, los productos esenciales que la Tierra
produce.
Las almendras y las nueces. Las patatas y los huevos. Y la joya dulce: El
guirlache.
Salidos de las manos eternas: que trazan con caligrafía inglesa
recetas de mantecados, o consuelan al hijo contrariado; que forjan “estuficas” de
hierro, cultivan patatas y elaboran dulce y exquisito guirlache. Las manos que
acariciaban mi cara de niño, eran las manos que ayer empaquetaron mi regalo
inesperado. Entre unas y otras, están las manos de todo el género humano. Pero eso sí, no cualesquiera manos, nunca las manos que oprimen, avasallan o especulan con el sufrir ajeno. No.
Sólo las manos que crean. Las manos del amor. Las Manos de la Ilusión.
Esas manos son la verdadera Navidad. Incluso cuando no es Navidad.
Especialmente entonces.
Gracias Papá,
por las Manos, la Ilusión.
por todo
y por siempre
De tal palo tal astilla.
ResponderEliminarAbrazo grande, Rafa.
Entrañable recuerdo, un fuerte abrazo, Rafa
ResponderEliminarPrecioso y enternecedor. Un abrazo para toda la familia
ResponderEliminarPrecioso Rafa.... Recordar, tomar conciencia de esas vivencias, reconocer y agradecer..... Afortunados todos!!!
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