Encender la pequeña estufa de hierro colado era un ritual diario y necesario. En los días de invierno, y más en sus largas noches, era un gesto imprescindible para sobrevivir. No importaba el combustible, cualquier cosa que ardiera valía, aunque siempre solía haber bolas de coque –sulfurosas y tóxicas-, y excepcionalmente antracita –un carbón negro intenso, con brillo de diamante, que calienta como la boca del propio infierno-. Sé de lo que hablo, porque en aquellos años, aquello era tan duro, que era el propio infierno. Madrugar, trabajar de noche, pasar noches en vela y en vilo, con todos los rigores de la intemperie, integrados en los huesos y en la médula, apenas era una circunstancia, era la vida misma día a día. Encender la mínima estufa era necesario incluso para llenar parte del tiempo, tiempo al que te enfrentabas cada día como si fuese un combate, sin saber que era el tuyo, tu tiempo, creyendo que solo era el del trabajo, hasta comprender que todo era uno... C...
García es un ciudadano muy perplejo ante la postmodernidad y la "garrulez". Es un tipo feliz (porque no cree en los conceptos enlatados de felicidad). Y está comprometido con todas las revoluciones del ser humano -interiores y exteriores-, para conseguir un mundo mejor... Se abrió este blog para evitar el diván del sicoanalista. De momento no le va mal.